El del sex shop

El otro día, desayunando en un bar, escuché a una chica pedir una tostada de pan integral de harina ecológica y fermentación especial, y un café con bebida de almendra. Cágate lorito. 

Y es que resulta que ahora se lleva eso. El no reñir a los niños pequeños cuando hacen algo mal; el dejar de comer durante más de 12 horas; el considerar como amigos a gente que nos da likes en el otro extremo del mundo; creer más en la acupuntura adelgazante que en hacer ejercicio; saber lo que significa random, crush o youtuber; o creer que un tuit es una reflexión sosegada y no un exabrupto.

Cuando dejo el móvil a un lado y miro a mi alrededor, pienso que hemos complicado demasiado la vida. Entre lo sofisticados que nos hemos vuelto, la apariencia que nos esforzamos en dar y lo modernos que queremos ser, vivimos en un mundo en el que hemos perdido la capacidad de disfrutar de la esencia de las cosas sin necesidad de ponerle un nombre raro o añadir adornos.

 

Claro que, después, paso por delante de la puerta de un sex shop y cambio de idea. Siempre miro de reojo a quien entra y sale. Por dentro me río y por fuera intento evitar mirar los escaparates. No sabría explicar el por qué; si por miedo a descubrir nuevos mundos o por pudor a que alguien me vea, o ambas. 

 

La cosa es que mientras escribo esto, bebiendo mi té con bebida de soja y mojando una galleta de espelta sin huevo y con pipas, pienso que por mucho que intentemos ser modernos el más feliz de todos es ese al que veo salir con dos bolsas del sex shop. Supongo que será porque tiene claro lo que quiere y no necesita disfrazarlo. Olé por él. 




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