La plancha
Ayer fui a la gala de clausura del FICC, que cumplía 50 años. Otro motivo para sentirse orgulloso de Cartagena. Fue una fiesta por todo lo alto, con entrega de premios, documental, algún famoso y mucha gente conocida de la ciudad; así que tenía que prepararme para estar a la altura de tal magno evento.
En estas ocasiones son fundamentales tres cosas. La primera es una buena memoria para acordarse de los nombres de la gente, otra es la batería del móvil bien cargada para poder usarlo fingiendo mirar algo importante cuando tu acompañante se va a por cerveza, y, por supuesto, la vestimenta adecuada.
Como no era un besamanos en el Palacio Real, sino algo de culturetas, descarté el traje y la corbata e improvisé una ropa distinta. La camisa estaba arrugada y, aunque pensé hacer un Adolfo Domínguez y “la arruga es bella”, me enfrenté a ella como un valiente en la plancha.
El primer obstáculo fue buscar el aparato por casa, después encontrar la altura adecuada de la tabla, que era más complicado que llevar una carretilla elevadora, y luego, ir acercándola hasta que el cable estuviese a la distancia adecuada del enchufe, que digo yo que ya podían hacerlos más largos.
Puse el agua, encendí la maquinita y empezó una sucesión de preguntas irresolubles. ¿Por dónde se empieza a planchar una camisa? ¿Cómo evitar que cuando planchas un lado el otro no se arrugue? ¿Cómo narices se planchan los hombros de una camisa? ¿Y los huecos entre los botones?
Al final decidí aplicar la ley del mínimo esfuerzo y pensé que, al ir con chaqueta, las mangas y la espalda no se iban a ver. Así que para qué planchar las partes que no se veían. Y lo mejor es que ocurrió un milagro: ni quemé la camisa ni me quemé yo.
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