Amigos prescindibles
Partamos de que la Navidad me gusta, y mucho, pero hay algunas cosas de ella que son absolutamente prescindibles, como, por ejemplo, el amigo invisible. Siento que ocurre igual que la pizza con piña; así, de principio, parece buena idea, pero luego descubres que es un auténtico marrón. Y, encima, soy de esa parte de la sociedad que vivo en una cuesta de enero permanente en la que los amigos invisibles no hacen más que reventar mi economía de opositor.
El caso es que siempre me toca alguien que tengo que preguntar quién es sin que se note y me veo abocado a comprar cualquier cosa, unisex y sin género ni número. Además, como la gente fuma menos, ya no puedo regalar el socorrido cenicero con su correspondiente mechero. Por no hablar del miedo con el que vas a recibir el regalo, o el falso y cínico “cuánto me gusta” sea lo que sea, incluido si es un “vale por un abrazo”. Qué horror.
No acaba ahí la cosa. El día del intercambio el miedo al fracaso se masca, está presente. Todos vamos con temor a hacer el ridículo con el regalo, excepto el listillo de siempre que se ha saltado el límite de gasto y va a quedar como un príncipe entre tanto pordiosero. Luego está el típico al que se le ha “olvidado” el regalo en casa y su pobre amigo que se queda sin él, o el cutre que entrega algo hecho por sí mismo.
Por eso, creo, que los motivados promotores de los amigos invisibles deberían compartir el mismo círculo del infierno que los organizadores de fiestas sorpresas en las que ellos sólo dan la idea y tú aportas el dinero, la comida y los regalos. En fin, espero que mi amigo invisible no me esté leyendo, pero si lo hace aprovecho para decir que tengo tazas con frasecitas, calcetines de dibujitos y colonias Hacendado de sobra.