No hay palabras
He dejado pasar un par de semanas porque enero, per se, es bastante duro como para tener noticias que, aún hoy, cuestan asimilar. Por eso, he esperado a que las lágrimas se secaran, los pañuelos se guardaran y los periodistas pasasen página y se dedicaran a otra cosa, como siempre hacen. Los buitres de los telediarios ya se han llevado los despojos.
Los mensajes en cadena llenos de buenas intenciones y cursilerías se dedican otra vez a los gatitos. Las cabezas agachadas a la hora de comer ya se han levantado y, ahora, están pendientes de Ucrania o del próximo partido del Real Madrid.
Pero en algún sitio de nuestro maltratado país viven unas personas para las que siempre será Viernes Santo, para los que no habrá más fines de semana, para los que el sol ya nunca les calentará, para los que siempre habrá sequía en su garganta y para los que el nombre de su hija es una palabra tabú.
Son los padres de esa niña de 4 años que murió en un desgraciado accidente en Valencia. Es imposible imaginar el dolor hondo, el desgarro total y la desesperación absoluta con la que se encontraron de golpe. Y, sin embargo, en mitad de esa bomba atómica emocional, fueron capaces de donar los órganos de su hija para salvar a los hijos de otros.
Ahora, es cierto, otro niños pueden sonreír y otros padres han salido de la negra noche y del miedo constante a perder su horizonte. Y eso es así porque unos padres, unos seres humanos extraordinarios, fueron capaces en el peor momento de sus vidas de hacer lo mejor de sus vidas. No hay palabras.